OSCAR PANTOJA: El eterno redescubrir

Nunca ha sido más cierto que la pintura en su abstracción sigue siendo un libro abierto a todos, como en el caso del pintor boliviano, Oscar Pantoja (1925-2009), que tomó la capital costarricense como residencia temporal para su actividad plástica a mediados de los ochenta.

En otras oportunidades, este creador, nativo del departamento de Oruro, famoso por sus “diabladas” y la explotación minera, vivió en Costa Rica pero, como todo en vida, su estadía fue transitoria.

“No he vivido en ninguna parte”, explica, pero “me siento latinoamericano”, y ello de una forma inconsciente se revela en su obra, principalmente sus óleos abstractos, donde se incluye lo pétreo, el estatismo, la quietud del altiplano.

Tiene en común con el peruano Szyszlo y el mexicano Tamayo la esencia americana, que se refleja más por la identidad culturalmente adquirida que por una actitud deliberada en la representación de motivos verosímiles de esa realidad común.

“No soy un abstracto  puro como Kandinsky, ni un informalista pop de los 60, tan solo no soy figurativo” precisa Pantoja, a quien interesa descomponer la realidad en valores plásticos, sin mostrarla obviamente.

Un ejemplo revelador de su obra se presenta este mes en San José en la sala Enrique Echandi. Se trata de creaciones producidas en suelo costarricense y que luego serán mostradas en Suiza y Alemania, a partir de setiembre. Son nueve óleos, cuatro grabados intaglio y cuatro dibujos realizados con una cucharilla, la cual hizo de paleta para la tinta negra.



Aunque sin título individual, el conjunto se reúne bajo un concepto poético “llave para la lectura del espacio” y eso son, una oportunidad para disfrutar sin tapujos de una espiritualidad pictórica diferente, original, madura. Esta calidad ya la reconoció la extinta crítica de arte Marta Traba cuando escribió que en las telas de Pantoja “las formas se expanden como la huella de otras formas perdidas y más concretas que estas. Que esa huella es persistente, reiterada, obsesiva, algo así como la memoria de un mundo irrecuperable, que se perdió para siempre”.

Pero, como la misma Marta Traba manifiesta, esto es insuficiente para percibir y entender el arte de Oscar Pantoja. Hablamos de un hombre menudo, baja estatura, de gruesas gafas, cabellera escasa, hermético en las calles y avenidas de la capital josefina pero afable sin llegar a ser dicharachero en la intimidad de su casa.

Prefiere sugerir las respuestas del interrogatorio que contestar directamente, aquí surge una anécdota y luego una idea  que muestra al hombre y al artista, nunca divididos.

Sus grabados, a modo de relieves, intaglio, evidencian la naturaleza del hombre que se manifiesta. Surgieron muchos al caminar Pantoja por las calles josefinas viendo el suelo artificial, roturado ahora por una naturaleza que accidentalmente reniega de la civilización. Esas imágenes se redescubren en sus composiciones de tramas nerviosas, abigarradas a veces, de sus más recientes grabados impresos hace poco en la Escuela de Artes Plásticas, de la Universidad de Costa Rica.

Igualmente, sus dibujos y óleos se alimentan en la poética de la vida cotidiana, como cuando en su tierra, durante el invierno, observaba el hielo formado y, con el advenimiento de la primavera, el deshielo producía “un fenómeno maravilloso, debajo del hielo corría agua fría atrapada entre distintas temperaturas”.

“Era un tipo de juego que hoy nutre mi obra. Participó de una poesía del juego, lúdica, que se traduce en valores plásticos”, revela Pantoja.

Sin embargo, no existe nada al azar en su opinión, todo se debe a factores humanos que se muestran en el conocimiento de la realidad, que inventa como el hombre, muchas cosas.

Este eterno redescubrimiento se nota claramente en sus óleos de gran formato, donde agota las posibilidades de los pigmentos, frotando, raspando, empastando y lavando la superficie de la tela.

Todo le sirve para esta exploración que reditúa placer visual; el cincel, la mano, la espátula, y hasta, una cucharilla.

“Cada forma dicta su estética” agrega y no extraña porque como suele decir “no llevo nada en la manga cuando pinto, no hago trampas, voy hacia la tela sin prejuicios o segundas intenciones”.

Sus piezas de corte abstracto sugieren interpretaciones libres, como la de que sus últimos óleos representando puertas a un mundo de luz, a un torrente que, atmosféricamente, no se mezcla en su claridad con los colores planos más fuertes que lo rodean, o que, específicamente, esas puertas son las de la ciudad incaica de Tiwanaku.

Pantoja, cuyo primer apellido en realidad es Alandia, no insiste en detallar porque participa de la creencia de que el artista no es el calificado para explicar o precisar en el tiempo y espacio su propia obra.

Lo que es si es cierto, es que su obra participa de un espíritu americano y específicamente boliviano en sus colores minerales, sus formas petreas, su soledad y quietud, algunas veces espectral, y que su pintura se agota físicamente para confrontarse con madurez.

Este es el Oscar Pantoja que convive con nosotros.

Juan Carlos Flores Zúñiga, M.A., BSc, CPLC

Fuente: Rumbo Centroamericano. SINABI (2017), p.18. Publicado en el No 42 de Agosto, 1985. Revisado por el autor el 28 de marzo, 2018.

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