ARTE PRECOLOMBINO: Contradicciones y museografía
Exposiciones: “Entre
continentes, entre mares” (Temporal) y Museo de Oro Precolombino (permanente).
Piezas precolombinas en barro, piedra, jade y oro. Niveles subterráneos de la
Plaza de la Cultura. Del 10 de setiembre de 1985 al 5 de enero de 1986, de martes
a domingo (previa reservación).
Cerámica de Nicoya con motivos de felinos. Pacífico norte de Costa Rica
Fuente: La Nación. SINABI (2019), p.2B. Publicado el 15 de noviembre, 1985. Revisado por el autor el 24 de enero, 2019.
El coleccionismo privado de objetos de arte se mantiene
fiel a dos principios conocidos desde el Imperio Romano: la posesión de bienes
culturales únicos como símbolo de prestigio social, y la capitalización de la inversión
en objetos artísticos.
Estos principios se trasladaron a los primeros museos importantes,
que datan del siglo XVIII, mediante la compra, donación o préstamo de las
colecciones particulares. Aunque actualmente,
en Costa Rica, se emplean para juzgar la creación artística, el prestigio del
que la firma, su antigüedad, el valor en el mercado o su originalidad formal.
A ello se oponen, los museos modernos, empeñados de
desmitificar, quitándole el aura de excepcionalidad al objeto en un esfuerzo
por aproximarlo al ser humano, mediante modernos recursos didácticos.
No se trata de negar el coleccionismo, sino de sustituir
el interés de las entidades culturales públicas en la adquisición del objeto
para conservarlo, utilizándolo eficazmente, con el fin de humanizar la relación
del ciudadano común con el museo y asignarle así, un papel de importancia sobre
lo que se exhibe.
Sala de ubicación del Museo de Oro Precolombino, Plaza de la Cultura
Costa Rica cuenta con capital humano competente para
cambiar la imagen que se tiene del museo como institución, así como el
aprovechamiento meramente económico del arte; pero estos, a menudo, se olvidan:
al crear un gran espectáculo bajo el supuesto de que el fin de la museología es
atraer a la mayor cantidad de público creando nuevas actividades, a partir de
una infraestructura física (continente) y un conjunto de bienes culturales
(contenido).
En el presente caso, dos muestras de arte precolombino
ilustran como la sana pretensión de atraer público se contradice por la falta
de un sistema de apoyo educativo apropiado.
El montaje de “Entre continentes, entre mares” fue diseñado
por curadores del Instituto de Artes de Detroit para una gira en los Estados
Unidos realizada entre 1981 y 1984. La
misma parte de una selección rigurosa de las piezas de barro, piedra y jade más
significativas. Está apoyada,
visualmente, por carteles en inglés y español que ubican, en su contexto real,
las piezas precolombinas, así como refiere la manufactura, propósitos y culturas
de origen debidamente datadas.
En cuanto a la muestra permanente del Museo de Oro Precolombino,
se debe recordar que está constituida por piezas adquiridas de “huaqueros” (saqueadores) y ciudadanos
particulares, gracias a una tarea iniciada en la década del cincuenta del siglo
XX por funcionarios del Banco Central de Costa Rica.
DOS RECORRIDOS
DISPARES
El recorrido inicia en una sala de espacio-tiempo: un
globo terráqueo ubica al país en el planeta y refiere, mediante paneles
acrílicos, al poblamiento de América y las transformaciones de sociedades
nómadas en sedentarias hasta llegar a la producción aborigen de artefactos de
oro, en el sur del país, cuyos fines era mágico-religiosos desde el siglo VII
de nuestra era.
Pectorales y otros adornos para el cuerpo, con motivos
tales como aves, felinos, ranas y en menor medida humanos y especies animales
diferentes definen el tipo de objetos en exhibición.
Es tarea de otro artículo analizar las piezas, como
creaciones artesanales revaloradas como arte con el paso del tiempo. Por ahora, es más útil establecer si se logró
establecer un acercamiento a los valores plásticos e históricos de los objetos,
en el presente montaje.
En primer lugar, no se han identificado los distintos públicos
que visitan la muestra, ni sus necesidades reales.
Al no existir ese conocimiento y no atenderse adecuadamente
los requerimientos de los espectadores en términos de sensibilidad y preparación
académica se imparte una guía general, que excluye por ahora la posibilidad de
profundizar individual o grupalmente.
Calculada para hora y media de recorrido, resulta
apresurada y superficial al limitar la contemplación y el goce estético del
legado prehispánico. Como tampoco hay
descansos a lo largo del circuito para digerir lo recibido o reflexionar en
ello. Aunque no es necesario que
existan, a veces, la falta de cédulas explicativas traba la lectura del
contexto al que pertenece cada pieza.
Por otra parte, al ingresar a la sala de ubicación del
museo del oro, los paneles informativos deslumbran y requieren de una “traducción”
del guía para encontrarles sentido. Más
adelante, la inadecuada distribución de la luz artificial crea una penumbra que
produce un impacto nefasto en la retina, especialmente al tratar de observar
los materiales empleados en la aleación de cobre y oro, llamada “tumbaga”.
Conforme se avanza, aumenta el cansancio y el desinterés
del espectador que se ve obligado a inclinarse varias veces para saber qué se
exhibe.
Ranitas de oro, provenientes del Pacífico sur de Costa Rica. 700-1550 D.C.
GRAN JOYERÍA
Finalmente, la sala principal subterránea recuerda a una
gran joyería en la que se muestran masivamente piezas de oro según tamaños y formas
como para que no quede duda de cierta manufactura en “serie”, de los adornos para el cuerpo.
Aunque el objeto se suspende en algunos casos por estar
fuera de su espacio y tiempo original, esto aclara poco o nada. Se ignora, tal
vez, que es la dinámica del observador, con la obra aprisionada entre muros, la
que le da contexto y significación cultural.
Además, la presentación de obras en serie, tras acrílicos
translúcidos, pierde al receptor en el brillo, opacando, por la disposición
uniforme de los objetos, sus valores intrínsecos.
Las comprensibles medidas de seguridad, sumadas a las muy
limitadas posibilidades de profundizar en el contenido, contribuyen poco a
destacar las cualidades estéticas que se propuso acentuar el equipo a cargo del
montaje.
Olvidemos las posibilidades de una dinámica del público,
cuya espontaneidad estuvo ausente en las giras de observación que experimenté.
La rigidez de la segunda exposición obliga al espectador
a un silencio ante el objeto, por falta de recursos didácticos (carteles, ambientaciones,
etcétera), tiende más a impresionar que a sugerir, a conservar que a utilizar.
En conclusión, no se logra evitar el frío y distante
monólogo de obras ajenas a la experiencia del público tanto en tiempo como en
espacio. El papel de intermediario del
museo y sus responsables, para crear una aproximación gradual a un diálogo
abierto entre obra y espectador, se ha perdido al aplicar, a medias, la teoría
museológica.
Ojalá no esté ausente la autocrítica, inherente al museo,
ante las exigencias de la sociedad que consume sus bienes, pues hay una
intención positiva en la Plaza de la Cultura: aportar al entorno sociocultural
un nuevo concepto de museo que entraña la esperanza si se concreta.
Juan Carlos Flores Zúñiga, M.A., BSc, CPLC, ACC, AICA
Fuente: La Nación. SINABI (2019), p.2B. Publicado el 15 de noviembre, 1985. Revisado por el autor el 24 de enero, 2019.
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