EDWARD HOPPER: Luz y Sombra del Vacío
Exhibición retrospectiva “Edward
Hopper” (1882-1967). 65 obras entre pinturas al óleo, acuarelas y
dibujos desarrollados entre 1909 y 1965. Fundación Beyeler, Basilea, Suiza. Del
26 de enero al 20 de setiembre, de 2020, de lunes a domingo.
Sin embargo, ninguna exposición hasta la fecha ha presentado de manera
comprehensiva el acercamiento de Hopper al paisaje estadounidense. La retrospectiva
en la Fundación Beyeler, en Basilea, Suiza, objeto de la presente crítica, es la
primera en ofrecer una amplia exhibición de obras paisajísticas significativas
en pintura al óleo, acuarela y dibujo de Edward Hopper, hasta mayo del presente
año.
Su visión y filosofía como artista fue definida por el mundo rocoso y
pequeño de la costa noreste que los primeros inmigrantes ingleses convirtieron
en hogar y las calles y edificios de Nueva York donde vivió la mayor parte de
su vida.
Estamos ante composiciones geométricamente precisas donde los elementos suelen evidenciar la presencia humana, haya o no personas en ellos. Los rieles del ferrocarril, por ejemplo, estructuran las imágenes horizontalmente mostrando el vasto horizonte espacial abierto a la conquista humana. El vasto cielo por su parte, así como los cambios en la luz según la hora del día o la estación ilustran la transformación permanente de la naturaleza aun en el plano bidimensional de una pintura estática.
Como ya hemos indicado lo logra suprimiendo los detalles anecdóticos
haciendo que una escena prosaica luzca monumental, e incluso siniestra como en
el atardecer de 1929 que revela su obra “Estación de tren al atardecer”
en exhibición en Suiza.
Sin embargo, lo que parece una mera ilustración de lugares comunes en la
urbe, la naturaleza con o sin gente, no hay nada prosaico en su aproximación
excepto delatar nuestros hábitos triviales de ver y pensar en frente de una obra
artística suya como “Luz solar en el segundo piso”, óleo completado en
1960.
De hecho, vivió en el corazón de la metrópoli neoyorquina, Greenwich
Village, desde 1913 y hasta su muerte en 1965. Su visión del mundo
es respetuosa y hasta afectiva hacia las ciudadelas donde la soledad puede ser completa,
pero que al volverse ubicua resulta aceptable y difícilmente conmovedora.
Con sus firmes valores puritanos, engranados en su conducta personal y creativa, su obra no se centra en la esperanza sino en la incertidumbre de un futuro que cerca al ser humano con su deshumanizador arrastre, pero al que sus sujetos pictóricos responden desafiantes, con un relativo sentido de superioridad y expectación metafísica. Por ello, cuando le preguntaron en 1963 que buscaba con una de sus últimas obras titulada “Sol en cuarto vacío”, declaró sin ambages, “Estoy en busca de mi”. Es decir, de expresar su propia percepción.
Se ha escrito mucho sobre la obra del
estadounidense Edward Hopper especulando en las distintas lecturas posibles de
la misma: desde la desesperación erótica, pasando por su persistente
ambigüedad, la ironía, la decodificación simbólica, hasta llegar al misterio
metafísico.
Casi todos los críticos, historiadores,
artistas y especialmente los literatos creen ver en su obra de madurez mensajes
psicológicos sobre la soledad, la alienación, el aislamiento social y el estrés
y llegan a afirmar que esta “soledad o aislamiento” es parte integral
del carácter estadounidense.
El pintor objeto de tales
interpretaciones nunca buscó representar esto, intencionalmente, y cuando fue
interrogado al respecto respondió que “el aspecto de la soledad ha sido
exagerado”. Para él, más que “soledad o alienación” lo
que su obra trata de comunicar es un sentido de identidad diferente e
individualista, que por cierto no se limita únicamente a los estadounidenses.
Hopper pintó sobre espacios, luz y
gente identificando una emoción humana común a todos – la tristeza propia de
nuestra existencia terrenal, a partir de un íntimo conocimiento de la soledad
del ser humano. Pero, a diferencia del modernismo que explotaba los
hallazgos del psicoanálisis de Freud, Jung y Reich, Hopper quien comprendía que
la psique o el alma humana estaba distorsionada, no buscaba corregirla, porque
el arte surge con frecuencia de quienes somos real e
integralmente. Por eso, nunca quiso falsificar su visión personal
del mundo con base en los hallazgos del subconsciente.
En una oportunidad declaró que, como
artista, a lo único que aspiraba era a pintar “la luz del sol sobre el
costado de una vivienda”, y eso es exactamente lo que hizo al crear
obra en que la iluminación y la arquitectura se envuelven en un intercambio
expresivo.
Desde su gran retrospectiva en 1964 en
el Museo Whitney de Arte Americano, en Nueva York, se ha puesto especial
énfasis curatorial a sus pinturas al óleo sobre escenas urbanas desarrolladas
entre las décadas del veinte y el sesenta del siglo pasado.
"Gas", 1940. Óleo/tela. Colección Museo de Arte Moderno, Nueva York. Foto: Fundación Beyeler.
LARGUIRUCHO CONSERVADOR
Nacido en 1882, en una familia de clase
media, de doctrina bautista, en la ciudad de Nyack sobre la ribera del Hudson,
Hopper no fue especialmente religioso, pero sí asimiló valores puritanos con
inclinaciones políticas y sociales conservadoras.
Siendo aún un niño en etapa escolar
dibujaba constantemente, experimentando con aceites y acuarelas, y valiéndose
de bolígrafos y tinta para su gráfica. Cuando alcanzó los doce años,
su rápido crecimiento le permitió alcanzar una estatura de 1,93, lo que lo convirtió
en un niño larguirucho, torpe e intranquilo en apariencia, lo que le hacía
sentirse un extraño entre la gente. Este sentimiento nunca lo abandonó de
acuerdo con sus biógrafos y conocidos.
Sus padres preocupados de un futuro
incierto en el arte lo convencieron de estudiar ilustración comercial en 1899,
pero solo duró un año en el mediocre centro al que fue enviado. Al siguiente
otoño se transfirió a la Escuela de Arte de Nueva York, una institución más
seria donde hizo amistad con el pintor y escritor Guy Pène du Bois (EUA,
1884-1958) quien junto a otros artistas promovía un nuevo tipo de realismo
ambientado en la vida urbana estadounidense.
Allí conoció también a la pintora
Josephine Nivison (EUA, 1883-1968) que se convertiría en su esposa de toda
la vida. Hopper estudió en ese lugar hasta 1906 aún después de
completar el currículo de los cursos existentes.
Trabajó como ilustrador de revistas y
libros hasta pasados los cuarenta años, cuando pudo vender su primera obra.
Pero el ingreso económico de su oficio comercial, que parecía detestar, le
permitió viajar a París en tres oportunidades, entre 1906 y 1910, y establecer
referencialmente conexión con la obra de pintores como Diego Velázquez,
Francisco de Goya, Gustave Courbet y Edouard Manet, lo que sumó a su afición
temprana por la literatura alemana, francesa y rusa.
Cuando llegó a París por primera vez a
los 24 años se alojó en una pensión de la Rue de Lille que sus padres habían
conseguido a través de su iglesia. Con su enorme estatura, el ahorrativo Hopper
no toma parte en la vida bohemia ni trata de conocer a Gertrude Stein, Picasso,
Renoir y Cézanne que justamente se encontraban en París en ese momento.
En su lugar se dedica a pintar a partir
de la primavera con una paleta caracterizada por suaves tonos pasteles influido
claramente por los impresionistas. Su obra empieza a madurar, y a
ganar cierta sensualidad mediante un manejo más complejo de la luz, durante los
siguientes dos viajes a la capital francesa, como es notable en su óleo “Interior
de verano” de 1909 sobre la que uno sus biógrafos, Gail Levin, ha señalado “la
soledad de los recurrentes tensos interiores, el trasfondo sexual, y la
perspectiva del mirón (voyeur)”.
Esta fue la primera de una larga serie
de obras sobre mujeres en habitaciones, donde introdujo la ambigüedad narrativa
por la que es también famoso. Uno puede preguntarse con cierta ambivalencia,
como espectador, si la mujer semidesnuda, agachada al lado de la cama, ¿está
avergonzada, herida o descansando?
Aunque regresa a su trabajo de
ilustrador decide a partir de 1912 empezar a someter su obra, realizada en
Francia, a la atención de galerías y marchantes. Es mayormente
ignorado, ya que tanto el público como el mundo artístico prefiere por entonces
la producción de inspiración nativa, es decir la que guardaba una estrecha
definición geográfica de “arte americano” conectada a valores de
frugalidad, austeridad, ética del trabajo, tenacidad y honestidad.
A pesar del rechazo inicial, Hopper
viaja al corazón mismo del conservadurismo, Nueva Inglaterra, al año siguiente
cuando se enamora de la costa. Ningún lugar lo marcó tan visceralmente como el
noreste, aunque tuvo la oportunidad de viajar a la costa oeste y al sur de
Estados Unidos y hasta México, inclusive.
PASIÓN Y PROCESO
La muestra de la Fundación Beyeler nos
permite de manera singular penetrar en muchos de los paisajes dibujados y
pintados por Hopper en este reducto histórico de las tradiciones y valores
primarios estadounidenses. Uno en particular, “Granito de Cabo
Ana” pintado al óleo por Hopper durante sus últimas vacaciones en
Massachusetts -un año antes de la gran depresión económica de 1929- refleja su
pasión por el paisaje desolado donde la luz evoca emociones ambiguas.
Esta obra originó la presente
exhibición tras ser facilitada como préstamo permanente a la Fundación
Beyeler. Fue pintada cuando Hopper ya disfrutaba de la fama iniciada
en 1924 cuando por primera vez, ya con 41 años encima, marchantes y críticos lo
reconocieron como artista profesional por primera vez.
Es notable en este paisaje como en
otros incluidos en la exhibición en Basilea como el artista obtiene su
sustancia del mundo real visible y cómo lo trasciende construyendo imágenes que
resultaron más abstractas y psicológicamente animadas que cualquier cosa que
haya visto durante sus exploraciones y detallados inventarios mediante notas y
bocetos previos. El medio de transformación primario es claramente
la pintura, pero esta no sería posible sin su casi obsesivo proceso de estudios
previos.
El dibujo a veces transformado en
acuarela antes de comunicarse por medio de la pintura fue crítico en el
desarrollo de cada imagen final en su carrera. En su famosa obra “Gas”
de 1940 (propiedad del Museo de Arte Moderno de Nuevas York), reduce de manera
minimalista los componentes de la escena – la estación de gasolina, el surtidor
de combustible y el fondo de árboles a tres cajas, alternado la relación entre
sólido y vacío que finalmente se expresara en la pintura.
Esta característica de la técnica y
proceso de Hopper comenzó en 1913 con la obra “Esquina de Nueva York”. En
este óleo, la atención del espectador es dirigida al estado de ánimo general de
la composición que se convierte en el sujeto principal de la misma. La
supresión de detalles, la luz que ilumina al sujeto principal de la obra
fusionada con la arquitectura es un desarrollo que llega a dominar con maestría
en las tres décadas precedentes y que afloran como elementos combinados en su
más famosa pintura, “Noctámbulos”, completada en 1942.
Su rigurosa disciplina como artista,
una dificultad creciente conforme madura para encontrar temas para sus obras –
según escribió en un diario su esposa Jo – además de largos períodos de
depresión asociados con problemas con la tiroides y la glándula pituitaria,
limitaron su producción total a 366 obras, que meticulosamente registró en
cuadernos. Una producción limitada si lo comparamos, por ejemplo, con contemporáneos suyos como Pablo Picasso que
produjeron miles.
Desde su temprano “Bote en
Rocky Cove“ de 1895 hasta su última pintura “Los dos
comediantes” finalizada en el otoño de 1965 su proceso se caracterizó
por ser minucioso y relativamente lento.
Empezaba con una gran inversión de
tiempo explorando lugares y motivos, luego investigando, preparando materiales,
realizando decenas de bocetos previos y pensando detenidamente antes de completar
la obra final. A modo de ejemplo, se conocen 53 bocetos preparatorios
para su famosa pintura “Película en Nueva York” completada en 1939.
Washington D.C. Foto: Fundación Beyeler
ROMPIENDO LA TRADICIÓN
En la tradición pictórica, el “paisaje” implica, a menudo, una imagen de la naturaleza opuesta a la realidad cambiante que no puede ser fijada en una imagen. No obstante, la pintura paisajista refleja el impacto del ser humano en la naturaleza, pero Hopper se distancia de la tradición al plasmar escenas que parecen infinitas al mostrar solo lo que parece ser una parte de un todo inmenso.
Por ello, es que se afirma con
frecuencia que los paisajes de Hopper tratan con una dimensión invisible que
ocurre fuera de la imagen que representa finalmente. En la obra “Mañana
en Cabo Cod” de 1950, lugar que visitó durante cuarenta años, una mujer
mira hacia la bahía desde una ventana, su rostro es bañado por la luz solar,
mira fijamente algo que el espectador no puede ver porque está localizado fuera
del espacio pictórico. La pintura evoca inquietud y aprehensión.
De acuerdo con la descripción de la
esposa de Hopper, Jo que modeló en la mayoría de sus pinturas, y llevaba un
libro de notas de cada obra que realizaba, declaró a su esposo “Es una
mujer tratando de determinar si el clima es lo suficientemente bueno para
colgar la ropa que acaba de lavar,” lo que llevó a Hopper a
replicar “¿Dije eso? Lo estás haciendo parecer como una obra
de Norman Rockwell. Desde mi punto de vista, ella solo está
mirando por la ventana, simplemente mirando por la ventana”.
A diferencia de ilustradores como
Norman Rockwell (EUA, 1894-1978) con el que se le compara equivocadamente, los
sujetos son representados siempre con dignidad y no como objeto de
condescendencia o excusa para el sentimentalismo o el patriotismo. Las obras de
Rockwell, en cambio, estaban destinadas a convenir un significado reconocible
en su audiencia meta, mientras los estudios de Hopper son sobre la masa y la
luz mediante los motivos del paisaje, la arquitectura y las figuras propias de
la cultura estadounidense.
El pintor estadounidense, además, crea
la impresión en cada obra de que la vida cotidiana ha sido tocada por una
especie de santidad secular a hacer que la luz sea inseparable de la
arquitectura o el contexto situacional.
Nueva York. Foto: Fundación Beyeler
REALISMO Y EXISTENCIA
El concepto de soledad ha sido
históricamente malentendido. Nacemos solos y morimos solos, independientemente
de nuestras creencias. El dilema no estriba en nuestra solitaria
individualidad existencial enfatizada particularmente por la sociedad y cultura
occidental sino en la ausencia de relaciones auténticas y significativas con
otros seres humanos. Se ha llamado a Hopper el pintor de la soledad
porque su obra describe en presencia o no de los sujetos humanos, una realidad
innegable.
El aislamiento de la gente que se
sienta lado a lado en la cafetería, los hombres leyendo sus periódicos y las
mujeres vistiéndose o desvistiéndose
a poca distancia de otra gente que está haciendo lo mismo a otro lado de las
delgadas paredes, y el ujier y los miembros de la audiencia, en el ocaso gris
inhalando y exhalando el mismo aire. Más allá de la distancia que nos separa, el aislamiento
es tolerable solamente porque es el estado natural de las cosas.
Hopper reconoció el dilema humano: la
convicción definitivamente de que la suma de todas las piezas triviales del
mundo agregan a la vida y que la vida en la suma final es significativa.
El artista observa con objetividad la
gente, los objetos y la naturaleza. No parece dispuesto a ser
intrusivo, observa con la discreción de un mirón no malicioso, pero casi desde
la perspectiva superior de un “Dios” que observa el dilema de Su
creación.
Por ello, en sus pinturas establece un
contexto en común para conocernos, respetando los límites que son
establecidos mediante motivos prosaicos representados directamente en
apariencia, es como si comunicara mediante el medio artístico por mera
descripción.
of American Art, Nueva York. Foto: Fundación Beyeler
Cuando nuestra manera de ver y pensar
no puede comprender entonces los adornos, exotismos e invenciones que son
también parte del mundo del que somos parte se convierten en meros
divertimentos triviales.
Estamos ante un pintor realista
enfocado en la naturaleza sea esta urbana, rural o costera. Los
componentes de la estructura de sus obras están afirmados en la realidad de un
mundo que ha sustituido las cavernas por subterráneos, los manantiales por
alcantarillados, los árboles por edificios, un mundo natural dominado por el
acero y el concreto.
Los sujetos en sus obras son anónimos
en sus espacios confinados intentan resistir inconscientemente la fuerza
deshumanizadora del asalto de la sociedad de masas.
Como creador resiste la tentación
modernista de psicoanalizar a los sujetos en sus obras, estableciendo un
saludable límite mediante el respeto de su privacidad individual. El hecho de que rehúse
aparentemente aprovechar lo que existe bajo la superficie de sus sujetos y
contextos es lo que da calidad poética a su obra disfrazada de objetividad.
No obstante, puede pintar un feo
edificio de apartamentos con sus persianas venecianas cerradas y preservar la
conciencia en el espectador de que existen individuos sensibles tras ellas que
llevan existencias casi anónimas residiendo en las cajas de fósforos que tienen
por viviendas. Pero, Hopper no mira a la ciudad con resentimiento,
sino con resiliencia.
PERCEPCIÓN Y LEGADO
Ya sea que la obra se sitúe en Nueva
York o en Cabo Cod, Hopper pintó con la misma percepción, pero sin los
ingredientes artificiales que con frecuencia caracterizaron la obra
de sus contemporáneos en el expresionismo abstracto estadounidense.
Eso no le impidió influir decisivamente
en las artes visuales, especialmente en el género del “cine negro”, de
los treintas y cuarentas, y en la imagen oscura del progreso que explotaron
cineastas como Alfred Hitchcock, Wim Wenders o Kevin Costner.
La muestra en la Fundación Beyeler en
Basilea exhibe, a la sazón, un filme en tercera dimensión realizado por Wim
Wenders titulado “dos o tres cosas que conozco sobre Edward Hopper”. Este
tributo se enfoca poéticamente en la influencia de Hopper sobre la obra del
cineasta alemán recreando sus pinturas en video.
Wenders recrea los paisajes donde Hopper
evita el detalle puntilloso en favor de una pintura reduccionista que deja al
espectador en libertad de construir o completar el significado o historia de la
obra. Esta características de su obra ha llevado a escritores como Annie Proulx
(EUA, n. 1935) a afirmar que “sus pinturas son tan situacionales que es casi
imposible evitar una explicación interpretativa o narrativa. Estamos ante
pinturas poderosamente psicológicas”.
No obstante, cuando se observa su paisaje
de Hopper es difícil sustraerse a la tentación de completar su narrativa. Uno
de hecho se ve envuelto inmediatamente en su juego de masa y luz e incompleta
narrativa.
Se ha dicho que el arte refleja la sensibilidad de un período específico en la historia y la cultura, pero ciertamente retroalimenta ambas creando dinámicamente nuevos significados. Hopper creó con su percepción una imagen de una era marcada por la depresión que en la perspectiva de muchos al ver su obra luce solitaria y trágica, resiliente y nostálgica.
Pocos pintores han sido capaces en el
marco de la modernidad de capturar como Hopper la dureza, la planitud, y la luz
nocturna de las ciudades, así como la luz solar cortante que revela en las
calles y edificios un inquietante vacío espiritual en la contenida soledad de
los espacios habitables modernas.
Juan Carlos Flores Zúñiga, M.A., BSc, CPLC, ACC, AICA
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